Soy Daniela, 42 años, ejecutiva en una empresa de marketing en Caracas. Mi vida era un caos de estrés laboral hasta que Andrés, el pasante de 21 años con esos ojos verdes y ese cuerpo que me tentaba, cruzó mi camino. Lo que empezó como un juego prohibido en mi despacho se había convertido en una adicción. Esa noche, después de que él se derramara dentro de mí y me dejara temblando de placer, pensé que todo quedaría como un secreto ardiente entre nosotros. Pero no conté con los ojos celosos de Mariana, la otra pasante.
Mariana era diferente. De 23 años, con un cuerpo esculpido y una mirada intensa, siempre me observaba con una mezcla de admiración y deseo que no supe descifrar al principio. Era lesbiana, lo sabía por rumores en la oficina, y ahora entendía que su interés no era casual. Los días siguientes a mi encuentro con Andrés, noté cómo me seguía con la mirada, cómo sus manos se tensaban cuando él se acercaba a mi escritorio. Los celos la consumían, y yo, en mi torbellino de culpa y deseo, no supe cómo manejarlo.
Una semana después, era otra noche tardía en la oficina. Andrés había salido temprano, dejándome con un vacío que aún sentía entre las piernas. Estaba revisando correos cuando Mariana entró sin avisar, cerrando la puerta tras de sí. Llevaba una blusa ajustada que marcaba sus pechos pequeños pero firmes, y sus ojos oscuros brillaban con algo peligroso.
—Daniela, tenemos que hablar —dijo, su voz baja pero firme. Se acercó, apoyando las manos en mi escritorio, inclinándose lo suficiente para que oliera su perfume dulce.
—¿De qué se trata? —pregunté, intentando mantener la profesionalidad, aunque mi cuerpo aún recordaba a Andrés.
Ella sonrió, pero no había calidez en ello. —Te vi con él. Con Andrés. No soy ciega, y no voy a fingir que no me duele. Siempre he querido esto… —Hizo una pausa, y antes de que pudiera responder, se inclinó más y sus labios chocaron con los míos.
Me quedé helada un segundo, pero su beso era diferente: suave, explorador, con una urgencia que me desarmó. Mis manos, casi por instinto, se posaron en su cintura, sintiendo la curva de su cuerpo bajo la tela. Respondí al beso, abriendo la boca para dejar que su lengua danzara con la mía, y un calor nuevo me recorrió. Era un contraste con la intensidad de Andrés, pero igual de adictivo.
—Mariana… esto no… —susurré, pero ella me silenció con otro beso, más profundo, mientras sus manos subían por mi blusa, desabrochándola con dedos ágiles. Sus uñas rozaron mi piel, enviando escalofríos por mi espalda.
—No digas que no —murmuró contra mis labios—. Sé que lo necesitas tanto como yo.Me levantó de la silla y me empujó suavemente contra la pared, sus manos explorando mis pechos por encima del sostén. Gemí cuando pellizcó uno de mis pezones, y mi cabeza cayó hacia atrás, dejándola tomar el control. Sus labios bajaron por mi cuello, chupando la piel sensible, mientras sus dedos se colaban bajo mi falda, encontrando el calor que aún latía desde mi encuentro con Andrés.
—Estás tan húmeda… —susurró, su voz cargada de deseo mientras deslizaba un dedo dentro de mí. Mi cuerpo traicionó cualquier intento de resistencia, arqueándose hacia ella. La besé de nuevo, desesperada, mis manos enredándose en su cabello oscuro mientras ella me tocaba con una delicadeza que me volvía loca.
La giré contra la pared, tomando la iniciativa. Desabroché su blusa, dejando al descubierto sus pechos pequeños y perfectos, y los besé, lamiendo sus pezones duros mientras ella gemía mi nombre. Mis dedos bajaron por su abdomen, deslizándose bajo su pantalón hasta encontrar su centro húmedo. La toqué, imitando sus movimientos, y ambas jadearon al unísono, perdidas en un juego de placer mutuo.
—Daniela… no pares… —susurró, sus manos apretando mis caderas mientras nos movíamos juntas, el roce de nuestras pieles creando una sinfonía de deseo. El orgasmo llegó rápido, un estallido que nos dejó temblando, apoyadas la una en la otra contra la pared.Nos miramos, respirando agitadamente, y ella sonrió con una mezcla de triunfo y ternura. —
Esto no es el final, ¿verdad? —dijo, repitiendo las palabras de Andrés sin saberlo.
Sonreí, ajustándome la ropa. —No, Mariana. Esto apenas empieza.
Mariana era diferente. De 23 años, con un cuerpo esculpido y una mirada intensa, siempre me observaba con una mezcla de admiración y deseo que no supe descifrar al principio. Era lesbiana, lo sabía por rumores en la oficina, y ahora entendía que su interés no era casual. Los días siguientes a mi encuentro con Andrés, noté cómo me seguía con la mirada, cómo sus manos se tensaban cuando él se acercaba a mi escritorio. Los celos la consumían, y yo, en mi torbellino de culpa y deseo, no supe cómo manejarlo.
Una semana después, era otra noche tardía en la oficina. Andrés había salido temprano, dejándome con un vacío que aún sentía entre las piernas. Estaba revisando correos cuando Mariana entró sin avisar, cerrando la puerta tras de sí. Llevaba una blusa ajustada que marcaba sus pechos pequeños pero firmes, y sus ojos oscuros brillaban con algo peligroso.
—Daniela, tenemos que hablar —dijo, su voz baja pero firme. Se acercó, apoyando las manos en mi escritorio, inclinándose lo suficiente para que oliera su perfume dulce.
—¿De qué se trata? —pregunté, intentando mantener la profesionalidad, aunque mi cuerpo aún recordaba a Andrés.
Ella sonrió, pero no había calidez en ello. —Te vi con él. Con Andrés. No soy ciega, y no voy a fingir que no me duele. Siempre he querido esto… —Hizo una pausa, y antes de que pudiera responder, se inclinó más y sus labios chocaron con los míos.
Me quedé helada un segundo, pero su beso era diferente: suave, explorador, con una urgencia que me desarmó. Mis manos, casi por instinto, se posaron en su cintura, sintiendo la curva de su cuerpo bajo la tela. Respondí al beso, abriendo la boca para dejar que su lengua danzara con la mía, y un calor nuevo me recorrió. Era un contraste con la intensidad de Andrés, pero igual de adictivo.
—Mariana… esto no… —susurré, pero ella me silenció con otro beso, más profundo, mientras sus manos subían por mi blusa, desabrochándola con dedos ágiles. Sus uñas rozaron mi piel, enviando escalofríos por mi espalda.
—No digas que no —murmuró contra mis labios—. Sé que lo necesitas tanto como yo.Me levantó de la silla y me empujó suavemente contra la pared, sus manos explorando mis pechos por encima del sostén. Gemí cuando pellizcó uno de mis pezones, y mi cabeza cayó hacia atrás, dejándola tomar el control. Sus labios bajaron por mi cuello, chupando la piel sensible, mientras sus dedos se colaban bajo mi falda, encontrando el calor que aún latía desde mi encuentro con Andrés.
—Estás tan húmeda… —susurró, su voz cargada de deseo mientras deslizaba un dedo dentro de mí. Mi cuerpo traicionó cualquier intento de resistencia, arqueándose hacia ella. La besé de nuevo, desesperada, mis manos enredándose en su cabello oscuro mientras ella me tocaba con una delicadeza que me volvía loca.
La giré contra la pared, tomando la iniciativa. Desabroché su blusa, dejando al descubierto sus pechos pequeños y perfectos, y los besé, lamiendo sus pezones duros mientras ella gemía mi nombre. Mis dedos bajaron por su abdomen, deslizándose bajo su pantalón hasta encontrar su centro húmedo. La toqué, imitando sus movimientos, y ambas jadearon al unísono, perdidas en un juego de placer mutuo.
—Daniela… no pares… —susurró, sus manos apretando mis caderas mientras nos movíamos juntas, el roce de nuestras pieles creando una sinfonía de deseo. El orgasmo llegó rápido, un estallido que nos dejó temblando, apoyadas la una en la otra contra la pared.Nos miramos, respirando agitadamente, y ella sonrió con una mezcla de triunfo y ternura. —
Esto no es el final, ¿verdad? —dijo, repitiendo las palabras de Andrés sin saberlo.
Sonreí, ajustándome la ropa. —No, Mariana. Esto apenas empieza.
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