Soy Daniela, 42 años, ejecutiva en una empresa de marketing en Caracas.
Mi vida es un carrusel de estrés, reuniones interminables y plazos que me ahogan. Divorciada, sin hijos, mi cuerpo sigue siendo mi orgullo —gracias al gimnasio al que me arrastro a pesar del cansancio—, pero mi vida personal es un páramo. Hasta que llegó Andrés, el nuevo pasante. Veintiún años, alto, con una sonrisa que debería ser ilegal y unos ojos verdes que me desnudan sin tocarme. Lo que empezó como miradas furtivas en la oficina se convirtió en un incendio que no pude controlar.
Era viernes, pasadas las siete de la noche, y la oficina estaba desierta. Yo seguía en mi despacho, atrapada en un informe que debía entregar el lunes, cuando Andrés tocó la puerta. Su camisa blanca se adhería a cada músculo de su torso, y esos jeans… Dios, dejaban poco a la imaginación.
—Daniela, ¿te ayudo con algo? —dijo, apoyándose en el marco de la puerta con una confianza que me hizo apretar los muslos bajo el escritorio.
Lo miré por encima de mis gafas, fingiendo control. —Ya casi termino, Andrés. Vete a descansar, que no tienes que cargar con mi estrés.
Se acercó, ignorándome, y se sentó en el borde de mi escritorio. Su colonia, fresca y varonil, me envolvió. —No me quiero ir —dijo, bajando la voz—. Llevo toda la semana viendo cómo te matas trabajando, y… necesitas un respiro.
Mi pulso se aceleró. Intenté mantener la fachada de jefa seria. —¿Un respiro? —repliqué, arqueando una ceja—. ¿Y qué propones?
Sonrió, y esa sonrisa era puro fuego. —Déjame mostrarte —susurró, inclinándose. Sus labios rozaron los míos, suaves pero urgentes. Me quedé inmóvil un segundo, pero mi cuerpo me traicionó. Respondí al beso, hambrienta, dejando que su lengua danzara con la mía mientras mis manos se enredaban en su cabello oscuro.
—Andrés, esto está mal… —murmuré, aunque mi cuerpo ardía.
—¿Mal? —dijo, su voz ronca mientras deslizaba una mano por mi muslo, subiendo mi falda —. Dime que no quieres esto, Daniela, y me detengo.
No pude decirlo. Lo jalé hacia mí, besándolo con una desesperación que no reconocía. Sus manos desabotonaron mi blusa con una rapidez que me sorprendió. Mis pechos, firmes bajo el encaje negro de mi sostén, quedaron expuestos. Él los miró con deseo crudo.
—Eres perfecta —susurró, antes de lamer uno de mis pezones a través del encaje. Gemí, arqueando la espalda, mientras sus dedos se colaban bajo mi falda, encontrando mi ropa interior empapada.
—Dios, estás tan mojada… —dijo, su voz cargada de lujuria mientras apartaba la tela y deslizaba un dedo dentro de mí. Me mordí el labio para no gritar, mi cuerpo temblando bajo su toque. Era tan joven, tan descarado, y yo estaba perdida.
—Para, alguien puede entrar… —susurré, sin querer que parara.
—Que entren —respondió, con una sonrisa traviesa—. Quiero que vean cómo te hago mía.
Me levantó del escritorio como si no pesara nada y me sentó en el borde, abriendo mis piernas con una autoridad que me hizo estremecer. Se arrodilló entre ellas, y antes de que pudiera procesarlo, su lengua estaba en mi clítoris, lamiendo con una precisión que me arrancó un gemido profundo. Mis manos se aferraron a su cabello, empujándolo más cerca mientras el placer me consumía.
—Andrés… no puedo… —jadeé, sintiendo el orgasmo acercarse.
—Déjate ir, Daniela —susurró contra mi piel, y con un movimiento más de su lengua, exploté, mi cuerpo convulsionando mientras el placer me atravesaba.
No me dio tiempo a recuperarme. Se puso de pie, desabrochó sus jeans y los bajó junto con su bóxer. Entonces lo vi. Su pene era enorme, grueso, duro, con una vena que palpitaba y una cabeza brillante que me hizo tragar en seco. Mi garganta se secó al instante, y un deseo animal se apoderó de mí. Quería devorarlo, sentirlo en mi boca, dejarlo tan húmedo como yo lo estaba. Me deslicé del escritorio y caí de rodillas frente a él, mis manos temblando mientras lo tomaba. Era pesado, cálido, y mi boca se abrió casi por instinto.
—Daniela… —dijo, su voz quebrándose mientras yo lamía la punta, saboreando la gota salada que ya perlaba allí. No respondí. Lo engullí con una urgencia que no reconocía, mi lengua recorriendo cada centímetro, mi boca estirándose para abarcarlo. Chupé con desesperación, como si no hubiera un mañana, dejando que la saliva lo cubriera, preparándolo para lo que vendría. Sus gemidos, graves y guturales, me encendían aún más. Mis manos acariciaban sus muslos firmes mientras lo llevaba más profundo, casi ahogándome, pero sin querer parar.
—Mierda, Daniela… —gruñó, sus manos en mi cabello, guiándome pero sin forzar. Lo miré desde abajo, sus ojos verdes encendidos de deseo, y seguí, lamiendo, succionando, hasta que sentí que estaba tan húmedo como yo.
Me levanté, jadeando, y lo empujé hacia la silla de mi escritorio. Me subí sobre él, mi falda arrugada en mi cintura, mi ropa interior ya en el suelo. Lo guie hacia mi entrada, y cuando lo sentí deslizarse dentro, llenándome por completo, gemí sin control. Era grande, demasiado, pero el choque de nuestras humedades —mi calor empapado contra su piel resbaladiza— era perfecto. Empecé a moverme, montándolo con una furia que no sabía que tenía, mis caderas chocando contra las suyas.
—Eres tan estrecha… —gruñó, sus manos apretando mis caderas mientras me embestía desde abajo, cada golpe más profundo, más intenso.
—Y tú… me estás volviendo loca… —jadeé, sintiendo otro orgasmo acercarse. Lo besé con furia, mordiendo su labio mientras él aceleraba, sus movimientos desesperados.
—Voy a… —dijo, su voz rota.
—Hazlo —le ordené, enredando mis piernas alrededor de él—. Quiero sentirte.
Con un gemido gutural, se derramó dentro de mí, su calor llenándome mientras mi propio clímax me desgarraba. Nos quedamos así, jadeando, sudorosos, mientras el mundo volvía lentamente.
Me miró, con esa sonrisa que me había atrapado, y susurró: —Esto no termina aquí, ¿verdad?
Sonreí, todavía temblando. —Ni de cerca.
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