Desde el principio, Marco supo que tenía un don: era un hombre que sabía esconder su verdadera naturaleza. Desde fuera, parecía el esposo perfecto, trabajador, atento y cariñoso con Sofía. Pero en su interior, era un Don Juan experimentado, un hombre que disfrutaba del juego de la seducción y el deseo oculto. Sus conquistas siempre fueron discretas, y jamás había sido atrapado. Sabía cómo moverse en las sombras sin dejar rastros.
Cuando conoció a Isabel, supo que había algo en ella que lo intrigaba. No era solo su belleza madura ni su porte elegante, sino la contradicción de su vida. Isabel formaba parte de una comunidad religiosa conservadora, donde el decoro y la virtud eran la norma. A los ojos de todos, era una mujer intachable, dedicada a la iglesia y a las reuniones de su círculo de amigas devotas. Pero Marco había escuchado los chismes.
A lo largo de los años, habían corrido rumores de infidelidades dentro del grupo.
Se hablaba de esposas ejemplares que en la intimidad se entregaban a placeres prohibidos. Susurraban sobre encuentros furtivos en casas de retiro, sobre confesiones demasiado íntimas entre miembros de la congregación. Isabel, por supuesto, siempre había negado cualquier implicación en esos escándalos. Pero Marco tenía un instinto para detectar la verdad oculta bajo las apariencias, y en Isabel, percibió algo latente, algo contenido… hasta que él lo despertó.
La casa estaba en silencio cuando Marco llegó de trabajar. Sofía, su esposa, había salido a visitar a unas amigas y le había dicho que su madre estaba en casa. Lo que no le mencionó fue que su suegra, Isabel, estaría en la sala con una copa de vino y un escote que parecía hecho para provocar.
Isabel tenía un cuerpo que desafiaba su edad. Sus curvas generosas, su piel tersa y su actitud segura hacían que fuera imposible ignorarla. Marco intentó ser educado, pero la mirada felina de ella lo atrapó.
—Vienes cansado, ¿verdad? —murmuró ella con un tono aterciopelado, cruzando las piernas lentamente.
Marco tragó saliva. Había algo en su manera de moverse, en cómo deslizaba los dedos por el borde de su copa, que lo tenía hipnotizado.
—Sí, un poco… —respondió con la voz tensa.
—Déjame ayudarte a relajarte —susurró Isabel, poniéndose de pie y acercándose a él. Su perfume, una mezcla de flores y algo más oscuro, lo envolvió.
Antes de que pudiera reaccionar, Isabel posó las manos en sus hombros, presionándolo suavemente contra el sofá. Marco sabía que esto estaba mal, pero cuando ella se inclinó y sus labios rozaron su cuello, su resistencia se desmoronó.
La noche se convirtió en un torbellino de piel, gemidos y sudor.
Isabel lo llevó con maestría, deslizando sus manos con una seguridad que solo da la experiencia. Marco la tomó por la cintura, sintiendo su piel cálida, cada curva de su cuerpo respondiendo a su toque. Sus labios se encontraron con un hambre desesperada, besos profundos que lo envolvían en una pasión desenfrenada. Las uñas de Isabel se hundieron en su espalda cuando él la tumbó en la cama, su respiración entrecortada, su cuerpo vibrando bajo cada caricia.
Marco recorrió cada centímetro de su piel con la boca, escuchando los suspiros entrecortados de Isabel, cada reacción suya avivando aún más su deseo. Los dos se perdieron en una danza de placer, explorándose sin límites, sin restricciones. Ella se arqueaba bajo su control, su voz entrecortada implorando más, mientras él tomaba el control absoluto de la situación, marcando el ritmo, haciéndola perderse por completo en la intensidad de la noche.
Cuando todo terminó, ella lo miró con los ojos nublados por el deseo y la admiración. Por primera vez en mucho tiempo, Isabel sintió que alguien la había tomado, la había conquistado, y eso la encendía aún más.
—Esto… no puede quedar aquí —susurró ella, acariciando su rostro.
Marco sonrió, deslizando una mano por su muslo desnudo.
—No pienso dejar que termine aquí.
Y ella, rendida y enamorada, asintió con una sonrisa traviesa.
Los días siguientes fueron un infierno de contradicciones para Marco. Cuando estaba con Sofía, su mente viajaba inevitablemente hacia su suegra, y cada roce de su esposa le recordaba la intensidad de Isabel. Pero lo peor fue notar el cambio en su suegra. Isabel se mostraba distante y, al mismo tiempo, agresiva en sus miradas, como si algo la atormentara.
El estallido no tardó en llegar. Una noche, cuando Sofía se fue a dormir, Isabel se acercó a Marco en la cocina. Sus ojos destilaban una furia enmascarada por el deseo.
—No soporto verte con ella —confesó con un hilo de voz— Saber que te acuestas con Sofía después de lo que pasó entre nosotros… me enloquece.
Marco sintió un escalofrío. No podía creer lo que escuchaba.
—Isabel, esto… esto está mal —intentó decir, pero su voz carecía de convicción.
Ella se acercó más, sus labios a centímetros de los suyos.
—No, lo que está mal es que ahora tenga que compartirte. Que después de todo lo que sentiste conmigo, sigas acostándote con ella como si nada. ¿Te gusta hacerme esto, Marco?
Él tragó saliva. Su cuerpo reaccionó de inmediato a sus palabras, a su cercanía. Pero su mente estaba hecha un caos.
—Esto no puede seguir… —susurró, aunque su propio tono sonaba incierto.
—¿No? —Isabel deslizó una mano por su pecho— Entonces dime que no me deseas más. Dime que no piensas en mí cuando la tocas.
Marco cerró los ojos, atrapado en una tormenta de culpa y lujuria. Sabía que todo esto solo podía acabar en desastre, pero el fuego entre ellos aún ardía sin control.
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