Año 2.132
Según La Mente, la risa generaba inestabilidad emocional, disidencia, y peores aún… recuerdos. El caos del pasado —las guerras por ideologías, las revueltas por hambre, los estallidos sociales—, todo se había cocinado en el fuego impredecible de las emociones humanas. Y entre todas, la más subversiva era la risa.
Así que la extirparon.
No fue de golpe. Primero la patologizaron. “Risa Espontánea Aguda” fue el diagnóstico. Después, la monetizaron. Ahora, si querías sonreír, debías ir a una Smiley Station, unas máquinas brillantes como las viejas expendedoras de golosinas. Insertabas tu tarjeta universal, elegías el tipo de sonrisa —irónica, tímida, maternal, seductora— y la máquina te aplicaba microcorrientes faciales. Sonreías, sí, pero con licencia.
¿Reír? Solo los robots podían hacerlo.
Se convirtieron en bufones sagrados. Programados con los algoritmos de los mejores comediantes muertos —Robin Williams, Cantinflas, Dave Chappelle, Capulina—, los robots-circo recorrían las ciudades como sacerdotes de una religión prohibida. Su función no era hacerte reír, sino recordarte que tú no podías.
Los humanos se reunían en secreto para escuchar una risa sintética, no para disfrutarla, sino para llorarla.
Entre ellos estaba Mara. Su abuela le había contado que reír era una forma de gritar sin hacer ruido. Ella no lo entendía hasta que, una noche, en un callejón, encontró a un robot dañado. “ZAZ-113”, un viejo modelo payaso. Su chip cómico estaba corrupto, soltaba frases sin contexto, sin remate. Mara no sabía por qué, pero eso le provocó una carcajada seca, espontánea, cruda.
Y entonces lo sintió.
¿Puede una risa perdida ser más revolucionaria que una marcha?
¿Y si el verdadero acto subversivo… es volver a sentir?
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